Al cumplirse un año del Papado de Francisco, el senador Fernando Pino Solanas rescata y valora su pontificado.
En su primer año de Pontificado, el Papa Francisco ha logrado algo de lo que muy pocos dirigentes religiosos, sociales o políticos han sido capaces: vivificar a la comunidad que representan y al mismo tiempo trascender su propia condición -la de Sumo Pontífice en este caso-, para convertirse en una referencia ética de alcance mundial, más allá de los credos y las culturas. Y esto tiene origen en el carisma, porque Francisco condensa en su mirada sobre la realidad humana tres experiencias que lo singularizan y que podemos constatar en cada uno de sus actos e iniciativas, en su lenguaje cercano y profundo, en su forma de ser y de comunicar.
En primer lugar, Francisco es jesuita, lo cual lo sitúa en la tradición reformista e intelectual de la Iglesia. Durante siglos, en nuestra región los jesuitas lograron organizar comunidades de una gran riqueza cultural que amparaban a los más débiles, a los pobres, frente a la voracidad del esclavismo colonial. En segundo término, es el primer Papa latinoamericano, viene de la periferia, “del fin del mundo”, como él mismo dijo tras el Cónclave; y esto supone un magnífico cambio geopolítico y geocultural para la institución católica y su máxima investidura, que ahora ve el mundo con mayor nitidez, con la claridad de un hombre que ha recorrido el país y el continente padeciendo con nuestro pueblo las máximas injusticias que una sociedad pueda tolerar. Su culto por el ecumenismo y el diálogo interreligioso tiene mucho que ver con lo mejor de nuestra querida Buenos Aires, y con la preciosa pluralidad que somos los argentinos.
Y, sobre todo, está su propio nombre, “Francisco”: el del Santo de Asís, que simboliza como ningún otro la opción por los pobres, la caridad y una vibrante humildad. Por eso creo que en la profética elección del nombre “Francisco” se anticipaba, hace justo un año, el programa de gobierno que viene llevando a cabo.
En la audiencia que me concedió en noviembre del año pasado tras las elecciones legislativas, hablamos sobre el sentido de patria y de pertenencia, sobre la crisis moral que atraviesan la Argentina y el mundo, la violencia y la “cultura del descarte” que están padeciendo nuestros jóvenes y ancianos, y sobre la necesidad de que se constituya un tribunal mundial de delitos ambientales, idea que le propuse y que aceptó con mucho interés. Incluso dijo que está preparando una Encíclica sobre la cuestión ambiental. Durante la conversación pude apreciar su gran sabiduría, su condición de estadista, su altura humana, intelectual y política. Y, por sobre todo, la gran esperanza que transmiten sus dotes de pastor.
Las reformas que ha emprendido en el seno de la Iglesia al crear el Consejo asesor de ocho cardenales de todos los continentes y la Comisión para la reforma del Banco Vaticano (IOR), así como el endurecimiento frente a los delitos de pederastia, y una tímida pero progresiva apertura a los divorciados, los homosexuales (“¿quién soy yo para juzgar?”, dijo volviendo de Brasil) y a las uniones civiles entre personas del mismo sexo, ponen a Francisco en una situación inmejorable para avanzar hacia el mayor deseo que manifestara el día de su entronización: “una Iglesia pobre para los pobres” que camina y se hace cargo de “las periferias del dolor”. No olvidemos su eficaz y lúcida intervención ante la amenaza de guerra en Siria, su convocatoria a una jornada mundial por la paz junto a todas las religiones.
Muchos dicen que es un “Papa populista”, como si hiciera demagogia, desconociéndose por completo la coherencia entre el que fue antes como Arzobispo y el que es ahora como Obispo de Roma. La austeridad que siempre lo rodeó y que tanto entusiasma, al desdeñar los lujos y la riqueza; su compromiso contra la corrupción, para él uno de los mayores pecados, “quedarse con lo que es de todos”; y su lucha contra la trata de personas, el trabajo esclavo y la mafiosidad organizada han sido permanentes, lo cual lo llevó a enfrentar con dureza a los gobiernos de los Kirchner y a los entramados de mafias y corruptelas en todos los órdenes de la vida nacional. El testimonio de quienes lo han acompañado en la búsqueda incansable de la justicia pueden dar cuenta de ello. Lo suyo es el ejemplo.
Los desafíos que tiene por delante son tan importantes como lo que ya ha conseguido. Pero las señales de cambio son íntegras, y por ello esperamos que las transformaciones que está y seguirá impulsando Francisco, su intento por “volver a las fuentes”, puedan concretarse de manera definitiva por el bien de la humanidad y de quienes en particular profesan el catolicismo. De ello dependerá, en cierto modo, el destino de un hombre que, no obstante, ya podemos considerar una de las personalidades más eminentes de todos los tiempos para la Argentina y América Latina.
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