Aclaraciones respecto de cómo los medios han interpretado las afirmaciones del precandidato de Proyecto Sur en torno a los servicios públicos.
En estas décadas, la “cultura de lo público”, la “ética pública”, ha retrocedido de manera dramática en nuestro país. Por múltiples factores, el ejercicio de los derechos sociales y, lo que es peor, la conciencia ciudadana en torno a tales derechos, se ha degradado sensiblemente. En paralelo, desde las instituciones de la democracia no se ha promovido discusión alguna en torno a un tema que, si bien es acuciante y de vital importancia, aún no ha sido objeto de una profunda reflexión política.
En lo que toca a los servicios públicos, la Argentina se debe un gran debate sobre su administración y sobre los mecanismos de control o fiscalización que han de resguardar y promover su correcto funcionamiento. No se trata, en absoluto, de un tema menor: los servicios sociales (salud, educación, transporte, telecomunicaciones) son, en gran medida, los garantes fundamentales de los derechos sociales y de la convivencia democrática.
Por ello no es extraño que las recientes declaraciones de Fernando “Pino” Solanas, precandidato a la Presidencia de la Nación por Proyecto Sur, hayan sido tomadas con liviandad y sin el rigor y los matices conceptuales requeridos al caso. En el día de ayer, varios medios han destacado que Solanas “lo quiere estatizar todo”. A primera vista, pareciera ser que Proyecto Sur impulsa la idea de un Estado monopólico o corporativo, dotado de una burocracia que hace negocios para sí con el aparato estatal y con el patrimonio de todos los ciudadanos. Nada más alejado de la realidad: para Proyecto Sur el sentido de lo público poco tiene que ver con el añejo “estatismo”.Las dificultades para comprender las posiciones de Solanas respecto de los servicios sociales provienen del prejuicio generalizado de que el modelo aplicable a éstos sólo tiene dos variantes: la privatización o el dominio estatal. Lo cierto es que, entre ambos extremos, existe una tercera opción que, más allá de la disyuntiva, no puede discutirse pues hace al mismo sentido de la vida democrática: los servicios públicos -estén o no en manos del Estado- han de ser, valga la redundancia, “servicios” y “públicos”. Esto parecerá una obviedad, pero no lo es: si los denominamos servicios es porque han de “servir” al usuario, al ciudadano; y son “públicos” es porque va de suyo que son patrimonio de la sociedad civil aun si son “concesionados” (es decir, una “con-cesión”, una cesión compartida) a empresas privadas. De lo dicho se sigue que los servicios públicos en ningún caso pueden ser un negocio -o generar rentas extraordinarias- porque los derechos sociales son sagrados y universales, y no deben estar atados al poder adquisitivo de tal o cual ciudadano. Esto no es ninguna novedad sino que está en el corazón de la Constitución Nacional.
Es trágico que en la Argentina aún no hayamos alcanzado un grado de convivencia social capaz de asumir y resolver esta problemática. Si es cierto que aun estando en manos privadas los servicios siguen siendo públicos, lo lógico sería que el “público” tuviera algún tipo de participación en el control de su administración; así, pues, el Estado debería “procurar” las herramientas institucionales para que la ciudadanía pueda fiscalizar las concesiones y resguardar el sentido “público” de los servicios que, en el fondo, les pertenecen a todos los ciudadanos por igual. Los Tribunales de Ética Pública, propuestos por el diputado Solanas, van en esa dirección.
Lo determinantes es que, en el caso de que los servicios sean concesionados, el Estado y la ciudadanía deben actuar con un rigor ético implacable para que tal concesión se cumpla y no se totalice y devenga en monopolio. No se puede permitir que la sociedad sea burlada y que las empresas lucren de manera desmedida con servicios de los que en general depende la misma calidad democrática. La salud y la educación, el acceso a la vivienda, el transporte, el agua potable o las cloacas no pueden ser un negocio: alguna mentalidad neoliberal dirá que, de lo contrario, darían “pérdidas”. Falso. Esas supuestas pérdidas son, antes bien, un “inversión” invalorable. Ninguna sociedad puede mejorar en lo económico, generar riqueza, bienestar y prosperidad si no se garantizan mínimos de calidad de vida para toda la población.
Pongamos otro caso: si pensáramos en términos de ganancia, como ejemplo podemos señalar lo siguiente. En las cuentas estatales, los ferrocarriles pueden dar pérdidas y estar subsidiados. Pero, al mismo tiempo, el beneficio que generaría un nuevo sistema ferroviario con miles de kilómetros de vías y vagones y locomotoras de producción nacional es a su vez incalculable: la creación de cientos de empresas y de miles de puestos de trabajo, más la dinamización de las economías regionales que traería la industria ferroviaria, supondría un beneficio mayúsculo, vital, socialmente humanizador, incomparable con el capital demandaría.
La necesidad de instalar en todos los niveles un gran debate en torno al sentido de lo público es algo trascendental. De ello depende el ejercicio activo y pleno de los derechos sociales y la elevación sustancial de la calidad de nuestras instituciones. Pues la corrupción, el uso del poder estatal para realizar negocios privados, es un delito que sólo puede ser contrarrestado con una gran cruzada nacional que ponga a la ética como valor supremo: la ética pública, como ha afirmado Solanas, “es condición de la refundación democrática de la Argentina”.
POR admin